Robert Maudsley Hace 43 años está preso en una jaula de cristal subterránea
En la prisión de Wakefied, Inglaterra, se oculta la mayor atracción de ese zoológico de humanos enjaulados: bajo tierra, en una caja de cristal antibalas de 5,5 metros de largo por 4,5 metros de ancho, se exhibe desde hace poco más de 40 años -como un animal en extinción y único en su especie encerrado en ese museo de atrocidades- al asesino serial y caníbal Robert Maudsley.
Su caso inspiró a El silencio de los inocentes, protagonizada por Anthony Hopkins en el temible rol de Hannibal Lecter. Al igual que el verdadero criminal, el protagonista era encerrado en una caja de vidrio.
Maudsley tiene 68 años, sólo puede salir una hora de esa pecera sin agua a hacer ejercicio, es custodiado por seis guardia y no puede tener contacto con ningún otro preso.
La Policía lo detuvo en 1974 por el asesinato de John Farrell. En prisión mató a otras tres personas.
Eso lo llevó a ser considerado el asesino más peligroso del Reino Unido, apodado el Hannibal Lecter inglés porque llegó a comerse el cerebro de una de sus víctimas.
En su celda, única en el mundo, Maudsley solo tiene espacio para una cama, una mesa, una silla, un laboratorio y un inodoro.
Durante 23 horas no ve la luz del día. Es, como dice él, un muerto en vida que fue enterrado en un ataúd de vidrio.
En 2000 pidió morir, pero la Justicia se lo negó.
Su ingreso al camino irreversible del inframundo del crimen ocurrió cuando tenía 16 años. Consumía drogas y ofrecía sexo a cambio de dinero.
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John Farrell fue uno de sus clientes. El hombre le mostró los abusos que le había cometido a menores de edad y eso enfureció a Maudsley. El desenlace: mató al pedófilo a golpes.
Se entregó de manera voluntaria a las autoridades y fue trasladado al Hospital de Broadmoor para recibir atención psicológica.
Pero en 1977, tres años después, mató por segunda vez. Con la complicidad de uno de sus compañeros de habitación torturó más de nueve horas a otro convicto.
La cabeza de la víctima quedó destrozada. La destruyó con una cuchara y, según testificó un guardia, comió parte del cerebro del asesinado.
Lo condenaron y fue llevado a la cárcel de Wakefield, donde lleva 44 años detenido.
Pero no se calmó. Asesinó a dos compañeros en el patio. Estranguló y apuñaló en repetidas ocasiones a Salney Darwood con un cuchillo artesanal que había hecho a partir de una cuchara sopera.
Esa misma arma le sirvió para provocarle la muerte a William Roberts y abrirle el cráneo.
Los dos asesinados cumplían condena por asesinar a menores y mujeres.
¿El asesino era, a su manera atroz y desviada, un justiciero que mataba pedófilos y femicidas? Esos actos desaforados lo llevaron a recibir cuatro sentencias a cadena perpetua.
En la última jornada del juicio, Maudsley confesó: “Me hubiese gustado matar a mis padres. De haberlo hecho, toda esta gente no hubiese muerto”.
Su infancia había sido muy dura. Nació en 1953 en Liverpool. Fue el cuarto de 12 hermanos. No tuvo casi contacto con sus padres porque lo internaron en un orfanato.
Volvió a su casa a los ocho años, pero su padre lo golpeaba con dureza y él se la pasaba encerrada en su habitación. De niño, había encontrado su propia prisión. En su casa.
“Era un buen niño. No era un loco. Era uno de los chicos que mejor se portaba. Me entristece saber en lo que se convirtió”, dijo a la prensa una de las monjas que lo cuidó en el orfanato.
En 1983, las autoridades penitenciarias lo calificaron como el preso más peligroso de Reino Unido.
Le prohibieron el contacto con los otros internos y lo encerraron en una caja de cristal en el sótano para que cumpla sus cuatro cadenas perpetuas.
El caníbal, que aún no perdió la lucidez, escribió en hace 22 años una carta publicado por el diario The Sun: “¿Para qué sirve tenerme encerrado 23 horas al día? ¿Por qué molestarse en alimentarme y darme una hora de ejercicio al día?
¿Para quién represento un peligro? Por mi tratamiento actual y confinamiento, siento que todo lo que tengo que esperar es un daño psicológico, una enfermedad mental y un probable suicidio”.
Además pedía que le dejaran ver televisión, tener un loro, escuchar música o, en el peor de los casos, le dieran cianuro para morir.
“Me ven como un problema y lo solucionaron con un encierro solitario y enterrado vivo en un ataúd de hormigón”, le escribió a su sobrina Claire Maudsley, con la única persona que tiene contacto.
Ella se siente fascinada con el “tío Bob”. Y aclara: “No todo el mundo tiene un asesino en serie en la familia”.
El asesino, que se ganó el apodo de ‘Hannibal the Cannibal’ luego de informes falsos de que se comió uno de los cerebros de su víctima, dice que está ‘feliz y contento en solitario’ y advirtió que volverá a matar si alguna vez lo liberan.
El abogado Luis Vicat, especialista en psiquiatría forense, opinó sobre este caso único en el mundo de encierro carcelario:
¨Es evidente que la decisión sobre la forma de cumplimiento de sus condenas en aislamiento cuasi absoluto obedece a la sólida convicción de que el sujeto no solamente no controla sus pulsiones agresivas (que aparecen en ciertas situaciones que obran como detonantes) siendo sus controles emocionales lábiles y propensos a la agresión”.
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Maudsley ha intentado contactado con otras personas, pero sus solicitudes fueron rechazadas.
Para Vicat, “si bien se encuentra ubicado en la realidad y comprende cabalmente la criminalidad de sus actos, la agresión homicida surge una y otra vez sin que el individuo muestre señal alguna de justificación o arrepentimiento.
Su conducta repitente lo asemeja al de otros asesinos múltiples y de alguna manera a los seriales, por lo que la reinserción social es imposible como la convivencia con terceros.
Vienen a la mente imágenes de Hannibal Lecter en la ficción o de Andrei Chikatylo o el argentino Carlo Eduardo Robledo Puch en la realidad, no solamente se mata sino que se goza al hacerlo”.
El forense consideró: “Este criminal tiene este dudoso privilegio de elección de la violencia a diferencia de los animales que la ejercen en defensa o supervivencia.
Seguramente este asesino termine sus días en esta condición y si así no fuera habrá otros muertos que lamentar”.
Para Maudsley, que lee poesía y escribe y pese al encierro no perdió la lucidez, para el resto de las personas es un animal que no merece salir de ese zoológico subterráneo.
“No les importa si estoy loco o estoy mal. No saben la respuesta y no les importa, mientras me mantengan fuera de la vista y de la mente de los demás.
Me queda estancarme, vegetar y retroceder. Me dejan en solitario para enfrentarme con personas que tienen ojos pero no ven, que tienen oídos pero no oyen, que tienen boca pero no hablan”.
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